El 4 de junio de 1940, en la Cámara de los Comunes del Palacio de Westminster, se escuchó una de las obras cumbre de la oratoria política de toda la historia. A pesar de las escasas dotes para la vocalización de su protagonista, Sir Winston Churchill, fue aquel uno de los discursos más importantes de la historia, por su redacción y su estilo, perfectamente amoldados a su última intención, por los efectos que produjo en el pueblo británico que escuchó aquel discurso, por la trascendencia del momento histórico, por tantas circunstancias, aquellas palabras, acompañadas de otras dos piezas, el famoso «Sangre, sudor y lágrimas» del 13 de mayo y «Su hora más brillante» del 18 de junio, tras la rendición francesa a la tropas de Hitler, consiguieron que, contra todo pronóstico, el pueblo británico, acorralado, resistiera